martes, 25 de mayo de 2010

LAS OLAS

Por Juan Manuel Parada
Cada vez que suenan los cubiertos en el plato o algún hielo contra el vaso, el silencio pesa más. Comen en el viejo restaurante donde se citaron la primera vez, pero no beben como entonces ni sonríen ni se miran. Temprano, cuando Sara ordenaba la casa, preparaba un discurso con el que pretendía desahogarse. El día anterior visitó a su madre y verla tan sola en la casa grande le movió todo. ¿A eso se reduce la vida? ¿Una taza de café, un radiecito sonando bajo, la casa sola y un patio enorme? Sara no permite que un futuro así se le avalanche; cuando conoció a Miguel, se dijo que junto a él desandaría hasta una cúspide muy lejana donde no sabría nada de pensión de vejez, cama fría y limpios gatos. Él la miró con tanto vigor que le inflamó el pecho con helio.

La vela que lucha por mantenerse encendida le proyecta los pómulos y la barbilla, dibujándole en el semblante una expresión afilada.

Miguel ve por la ventana las olas contra el malecón, esa masa oscura estrellándose en la mole negra una vez y otra y otra. Prefería quedarse a escribir aunque no podía hacerlo desde hacía varios meses. Después que presentó la obra con la que se hizo un nombre entre los dramaturgos, y aceptó trabajar en El Diario, no ha podido crear nada, es como si se hubiera atado del piso, no logra volar, ni en el arte ni en la cama, y sabe que Sara lo sabe.

-Buena ensalada ¿verdad?

Y Sara no le responde, porque intuye que detrás de cada letra pronunciada por Miguel subyace el lenguaje oculto con que él se comunica. Ella se sumerge en una idea que le viene oprimiendo el pecho ¿Qué pasará cuándo la piel se pliegue y el cuerpo cambie? Ve a su madre colando un café mientras la radio escupe un bolero y es ella misma que oye el pasado desde un futuro que ya está hecho. Huye y se aferra al cubierto, a la silla y a la mesa, huye de dentro de sí esperando que Miguel la salve… Es lo que espera de él y es a la vez lo que odia. Miguel la salva y luego la hunde, la hunde para salvarla, y en ese vaivén que es su vida se ha gestado un sentimiento que los une y desune, algo que rebasa la simple línea del amor o la costumbre; un vicio del que tiene conciencia.

-¿Cómo estuvo El Diario hoy?

Y Miguel chasquea la lengua antes de tomar un trago que prolonga más de lo debido. Clava la mirada en la ventana y sin gesto que demuestre algo de lo que realmente siente, le dice a Sara que renunciará. Enciende un cigarro y le da una calada que lo libera. Sara se lleva una mano al cuello, entre la melena que le cae sobre los hombros y suelta un suspiro que Miguel sabe interpretar. Le esquiva la mirada para no demostrarle que puede verle más allá de la superficie, justo en el lugar donde habitan sus miedos.

-Me parece bien.

Miguel pasa la mano sobre el fuego de la vela, conciente del significado real de la frase que con tanta tranquilidad Sara acaba de soltarle. En otra ocasión le hubiera bastado menos para encadenarse en una discusión, pero la escena es tan gelatinosa y lenta que se siente envuelto en una nube, que lo detiene y atonta. No le avergüenza saber que Sara descubre sus miedos, antes cuidaba que ella no se enterara ni de sus más mínimas flaquezas, ahora, se escuda en ellas para mantenerse firme en su convicción de escribir. Está dispuesto a descender al infierno en busca del arte, así pierda la moral. Eso piensa y es lo que quiere demostrar aunque sabe que Sara le conoce tan bien como para creerle.

El mesero les ofrece postre y Miguel pide café. El silencio vuelve a imponerse con la misma fuerza con la que Sara se siente arrasada, quería hablar, pero Miguel se levanta por sobre ambos. Ella, simple añadidura, se siente un trazo esgrimido por él y sus decisiones, y ahora, cuando le ve pasmado de miedo, porque no puede escribir ni renunciar al trabajo, se siente desnuda en la claridad de su mente, libre, porque no está él para aminorarla con sus palabras sonoras, ese mar de verbo donde siempre ha descendido para evitar las miradas sobre sus penas. Es como si estuviera más allá del efecto de su discurso o como si el discurso hubiera quedado atrás, vacío para siempre. Le mira y descubre que ya sus ojos perdieron el vigor que le inflamaron el pecho, le parece tan normal, tan corriente y llano que incluso le tiene lástima.

Miguel inclina la silla y eleva la mirada al techo. Le entran ganas de silbar y cruzar los brazos. Sabe que Sara espera de él algún plan para el futuro, el mapa por el que circularán agarrados de la mano. Pero la odia tanto que hasta ha llegado a soñar que resbala en la escalera. Cuando él la conoció esperaba de ella el ímpetu que debe tener la mujer de un artista. Pero tanta telenovela… tanta comida en casa y reuniones domingueras ya lo están domesticando. Sabe que si renuncia, Sara no se lo perdona.

Ambos se miran y sonríen. Voltean la mirada a la ventana y se quedan viendo el batir de las olas contra el malecón. Ese ir y venir, esa terquedad paciente del agua contra las piedras, de la brisa contra el agua y de las rocas que resisten.

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