lunes, 17 de mayo de 2010

ELLAS

Por Juan Manuel Parada
Se habían citado en la vereda ciega tras el teatro. Cuando le vio venir por la calle oscura, sin rostro, como una silueta recortada y colocada de pronto en el escenario, contuvo el aliento y se agarró fuerte a su cigarrillo. No lograba recordar para qué se habían citado. Solo esperaba con el deseo de encontrarla frente a frente. Debían repartirse unos libros, unos muebles y un dinero, pero no era ése el motivo por el que se habían citado.

Parecía una blusa vacía agitándose contra el viento. Venía como a diez metros y estaba tan oscuro que no le veía el rostro, ni las manos, ni los dientes. Sólo la ropa como flotando y esa forma de caminar que le había copiado hace tiempo. Se alegró al ver que no traía la pañueleta sujetándole el cabello.

Días antes, cuando decidieron dejar la casa para volverse a sus pueblos y no verse nunca más, se les hizo imposible hablar como hacían desde chicas. Les aturdía el eco que resonaba detrás de cada frase pronunciada por cualquiera. Si una decía algo, atropellaba a la otra que le decía lo mismo.

Le dio una calada al cigarro y vio cómo ella exhaló después. Recuerda la primera vez que les ocurrió.

Ambas leían el mismo libreto por el que harían una audición. Ella, en el sofá, oía en su cabeza las líneas del diálogo que pasaba ante sus ojos; la cadencia, el ritmo, la fonética de su lectura se fue distorsionando en la medida que otra voz aparecía después, siguiéndola, como un eco que se proyecta silencioso, acompasado. Levantó la mirada y la vio a ella, sentada en la barra de la cocina, murmurando las líneas de su libreto en el mismo punto donde ella estaba. Le hubiera parecido casual de no ser porque al encender un cigarro vio en ella su reflejo: la lengua humedeciendo los labios, la llama saltando de la cerilla y la nube de humo envolviéndole el rostro. Además, el repentino gusto por el salmón, el color del maquillaje, la forma de suspirar y peor aún, la sonrisa, esa que siente tan suya.

Sabía que a partir de esa cita no volverían a verse, pero no podía controlar el impulso que la trajo.


Cuando ella, la otra, le vio parada al fondo de la vereda con las manos sobre el busto y esa pañueleta negra recogiéndole la melena, supo que era imposible persuadirla de cambiar, de que volviera a ser ella. Había adoptado esa pose suya desde hacía varios meses, un pie adelante y el otro atrás, el cuello ladeado y la pañueleta. Le perdonó que copiara hasta su forma de caminar, pero le tenía molesta el gusto espontáneo por la cocina, los peluches y los libros, eso era ella, y sin eso, ¿qué podía ofrecerle al mundo?

El farol amarillo que se derrama sobre ella le proyecta las facciones hacia abajo, dándole un aire siniestro a esa mirada profunda con que intenta verle el rostro. Se detiene a aspirar el cigarro y la otra hace lo mismo. Le molesta ahora tanto como la noche cuando se bañaba, y la oyó reírse como ella… sintió que se había pasado, que estaba bien admirarse, pero robarse la risa era algo inaceptable... Incluso llegó a sentir que delante de los demás, ella, la otra, era más ella que ella misma y eso no lo perdonaba.

Pero ahora estaba allí, frente a ella, en ese rincón oscuro sujetada a su cigarro como al único asidero en el borde de un abismo. Tan aturdida por haber ido sin saber por qué lo hacía, presa de un nuevo deseo, de una angustia que jamás había sentido.

Una brisa recorrió la calle y levantó una bolsa plástica a la altura del farol, el cabello de ella se volcó sobre su rostro y la pañueleta de ella se le corrió por el cuello. Y allí ambas, imitándose los gestos con una leve sonrisa dibujada en las mejillas, en una vereda estrecha que las enmarca y las une, afirmada cada una en la negación de la otra, odiando que se necesiten para seguir siendo ellas.

2 comentarios :

marco gentile dijo...

El alter ego es, sin duda, uno d e los delirios más atrayentes de la literatura. El desdoblamiento de la personalidad y la entropía -la descomposición de las estructuras en sus formas más altas- son en la semiótica de la literatura, un enorme recurso donde se puede hallar una inagotable fuente de recursos para que el escritor se adentre en la locura sutil de la que Horacio Quiroga y Poe, fueron recalcitrantes pacientes hospitalarios.

El cuento, en mi opinión, nos deja con la molesta sensación de estar incompleto, cosa que seguro estoy ha sido la intención del autor, porque explicar la otredad de “ellas” sería dañar el aura recóndita a la que no tenemos permiso –ni el creador o nosotros- a descubrir.

Con este relato, Juan accede a una nueva forma narrativa, combinando la ficción y la literatura de rasgos cognitivos, encontrando su voz en lo que siempre quiso hacer; adquirir en el lenguaje narrativo una voz de gigante atormentado (L.S).

Saludos:

Marco Gentile

JUAN MANUEL PARADA dijo...

Estimado Marco, muy acertado tu comentario, desde que leí en Quiroga, en Borges, en Poe e incluso en un joven escritor español de apellido Ferrando, el tema del doble, o alter ego, se me clavó la espina del tema. En este intento de cuento lo exploré tomando la anécdota sencilla de una amiga que le roba la personalidad a su compañera.
Quizá el fondo esté inconcluso, es verdad, quizá no posea la esfericidad que he logrado en otros relatos, pero me divertí escribiéndolo por el desafío que representa si tomamos en cuenta los precedentes tan buenos que hay. Veamos sin con algo de tiempo pueda darle otra lectura e intentar ir más allá de lo que hasta ahora pude.
En todo caso, gracias por tu amable lectura hermano.