Por Juan Manuel Parada.
Estaba a punto de sonreír cuando el plato de sopa
resbaló de la mesa. Estiró la mano por un impulso que estaba más allá del
simple reflejo; de verdad quería impedir que se derramara la única comida que
podía ofrecerle ese día.
Lo ojos del niño se sembraron en los ojos de ella
que a su vez seguían el trayecto en caída libre del plato. Él sentía temor por
su torpeza, ella sólo quería alcanzar el recipiente.
Horas antes, en la madrugada, había caminado unas
veinte cuadras para ir donde el portugués a ofrecerle aquella joya que durante
dos años le había pedido, a cambio de comida de su restaurante, seguridad para
su hijo, y amor a oscuras. Estaba decidida, aunque le temblaban las manos, no
de miedo, sino por la incertidumbre que le producía el cuerpo grasoso del aquel
hombre al que siempre vio embutido en un delantal, con los bigotes espesos
brillándole en el rostro. Un hombre sin ojos, como una sombra al asecho de su
dignidad.
Una neblina densa ocultaba las calles a cierta
distancia, escondiendo las casas y el horizonte, como un velo que se iba
descorriendo en la medida que caminaba. Las pestañas se le humedecían como si
llorara, pero no eran lágrimas, era la humedad que se le refugiaba en los ojos.
Cuando llegó al portal del negocio del portugués
tenía la espalda empapada en sudor, y los muslos y las axilas. Caminó tan
rápido que ni aún el frio impidió que transpirara de esa manera.
Se había aseado con mucho cuidado, aun cuando le
fue imposible rasurarse el pubis y las piernas.
Mientras se arreglaba, se vio desnuda
en el espejo. Hacía meses no lo hacía, y se halló delgada, con las mamas flojas y
el vientre flácido. Se calzó un pantalón de jean que para ajustar en la cintura
debió apretar la correa tres huecos más que de costumbre. Para cubrir el borde
arruchado que se le formó encima de las caderas, se dejó la blusa suelta.
Cuando el portugués la vio vestida de esa manera,
a esa hora, con los primeros rayos de luz bañándole el cabello negro que le cubría
los hombros, supo de su triunfo y le hizo pasar con una expresión que parecía un
dejo de maldad debajo del bigote.
Olía a cebolla, a café recién colado, a pescado
fresco y a humedad.
Por un segundo miró los ojos de su hijo que la
veía con temor y tuvo más fuerzas de estirar la mano, saltando de la butaca con
agilidad felina, para impedir, como fuera, que el plato de sopa cayera al piso.
Aquella noche que su marido dejó la casa, luego
de golpearla, hizo dos promesas que se estaban rompiendo ahora: no entregarse a
un hombre nunca más. Y no permitir que su hijo pasará hambre.
Era una o la otra. O iba a los brazos del portugués
que tanta repulsión le causaba, para traerle un plato de sopa caliente a su
hijo. O dejaba que a este lo taladrara el hambre, para mantener la dignidad
intacta.
Ahí estaba, decidida a entregar su cuerpo a un
hombre que tomaba café y sorbía un tabaco, a las 6 de la mañana, con un hambre
que le retorcía las tripas.
Cuando se quitó la blusa, recostada a la barra
donde estaban las verduras y utensilios, el portugués la miró con tanta
compasión que se acercó y le beso la mano, devolviéndole el trapo percudido con
el que se cubría aquel cuerpo abatido por el hambre.
Ambos lloraron, en silencio, ella recordando los
largos caminos que recorrió con su madre en la infancia, en busca de un lugar
donde sembrar y vivir. Él recordando el motivo de su exilio, la dictadura y el
hambre que los expulsó hasta allí.
Cocinaron juntos, en medio del alboroto de los
empleados que habían llegado a las ocho, ella comió caliente, comió bastante y
sonrió como hace tiempo no lo hacía.
Ahora, cuando el plato se estrellaba contra el
piso derramando la sopa por toda la sala, le invadió un remordimiento, algo
parecido a la culpa de haber comido al hartazgo mientras su hijo seguía con
hambre. Era como si el destino la estuviera confinando a romper una de las dos promesas
que se hizo aquella noche. Su dignidad seguía intacta, pero su hijo tenía hambre.
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