viernes, 30 de septiembre de 2016

EL PLATO CAÍDO

Por Juan Manuel Parada.

Estaba a punto de sonreír cuando el plato de sopa resbaló de la mesa. Estiró la mano por un impulso que estaba más allá del simple reflejo; de verdad quería impedir que se derramara la única comida que podía ofrecerle ese día.

Lo ojos del niño se sembraron en los ojos de ella que a su vez seguían el trayecto en caída libre del plato. Él sentía temor por su torpeza, ella sólo quería alcanzar el recipiente.

Horas antes, en la madrugada, había caminado unas veinte cuadras para ir donde el portugués a ofrecerle aquella joya que durante dos años le había pedido, a cambio de comida de su restaurante, seguridad para su hijo, y amor a oscuras. Estaba decidida, aunque le temblaban las manos, no de miedo, sino por la incertidumbre que le producía el cuerpo grasoso del aquel hombre al que siempre vio embutido en un delantal, con los bigotes espesos brillándole en el rostro. Un hombre sin ojos, como una sombra al asecho de su dignidad.

Una neblina densa ocultaba las calles a cierta distancia, escondiendo las casas y el horizonte, como un velo que se iba descorriendo en la medida que caminaba. Las pestañas se le humedecían como si llorara, pero no eran lágrimas, era la humedad que se le refugiaba en los ojos.

Cuando llegó al portal del negocio del portugués tenía la espalda empapada en sudor, y los muslos y las axilas. Caminó tan rápido que ni aún el frio impidió que transpirara de esa manera.
Se había aseado con mucho cuidado, aun cuando le fue imposible rasurarse el pubis y las piernas. 

Mientras se arreglaba, se vio desnuda en el espejo. Hacía meses no lo hacía, y se halló delgada, con las mamas flojas y el vientre flácido. Se calzó un pantalón de jean que para ajustar en la cintura debió apretar la correa tres huecos más que de costumbre. Para cubrir el borde arruchado que se le formó encima de las caderas, se dejó la blusa suelta.

Cuando el portugués la vio vestida de esa manera, a esa hora, con los primeros rayos de luz bañándole el cabello negro que le cubría los hombros, supo de su triunfo y le hizo pasar con una expresión que parecía un dejo de maldad debajo del bigote.

Olía a cebolla, a café recién colado, a pescado fresco y a humedad.

Por un segundo miró los ojos de su hijo que la veía con temor y tuvo más fuerzas de estirar la mano, saltando de la butaca con agilidad felina, para impedir, como fuera, que el plato de sopa cayera al piso.

Aquella noche que su marido dejó la casa, luego de golpearla, hizo dos promesas que se estaban rompiendo ahora: no entregarse a un hombre nunca más. Y no permitir que su hijo pasará hambre.

Era una o la otra. O iba a los brazos del portugués que tanta repulsión le causaba, para traerle un plato de sopa caliente a su hijo. O dejaba que a este lo taladrara el hambre, para mantener la dignidad intacta.

Ahí estaba, decidida a entregar su cuerpo a un hombre que tomaba café y sorbía un tabaco, a las 6 de la mañana, con un hambre que le retorcía las tripas.

Cuando se quitó la blusa, recostada a la barra donde estaban las verduras y utensilios, el portugués la miró con tanta compasión que se acercó y le beso la mano, devolviéndole el trapo percudido con el que se cubría aquel cuerpo abatido por el hambre.

Ambos lloraron, en silencio, ella recordando los largos caminos que recorrió con su madre en la infancia, en busca de un lugar donde sembrar y vivir. Él recordando el motivo de su exilio, la dictadura y el hambre que los expulsó hasta allí.

Cocinaron juntos, en medio del alboroto de los empleados que habían llegado a las ocho, ella comió caliente, comió bastante y sonrió como hace tiempo no lo hacía.

Ahora, cuando el plato se estrellaba contra el piso derramando la sopa por toda la sala, le invadió un remordimiento, algo parecido a la culpa de haber comido al hartazgo mientras su hijo seguía con hambre. Era como si el destino la estuviera confinando a romper una de las dos promesas que se hizo aquella noche. Su dignidad seguía intacta, pero su hijo tenía hambre.


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