Por Juan Manuel Parada
Mientras Calistra raya el papelón sobre la mesa,
Ña´Carmen atiza las brasas del fogón para montar la olla y hervir el melado.
Es temprano, pero ya la brisa sopla caliente
trayendo el olor del gallinero mezclado con la fragancia de los ajíes que la
vieja cultiva en el huerto.
Calistra sorbe el aroma tibio del café y la boca
se le hace aguas antes de morder el pan; le viene la imagen de su hermano que
llora de hambre y la de su madre que se muerde los labios de frustración.
Pasaron
la noche alrededor del fuego que bailaba sobre el aceite sucio de la lámpara,
como buscando una respuesta en la llama, un alivio, una esperanza.
Pensó en guardar el trozo de pan para llevarlo al
rancho y compartir con los suyos, pero también ella tenía hambre y lo devora
con rapidez, como para no arrepentirse de su sacrificio.
Cuando tomó el último trago de café sintió un malestar
más poderoso que el crujir de las tripas recién apaciguado; era algo en su
cabeza que le hacía sentir culpable de haber comido sin pensar en la familia,
una emoción enquistada en el vientre, ya no en el estómago como hace un minuto.
Ña´Carmen se le coloca detrás y le acaricia el
cabello con tanto amor que casi se va en llanto. Es como si sus manos le
insuflaran confianza y protección, pero aún así no se atreve a contarle la
tragedia de su casa, por vergüenza de eso que decían de su mamá, “que se quedó
sola por puta, por haber parido de otro”.
El día que papá murió fue el más escandaloso del caserío.
No porque el viejo fuera una figura ilustre, ni porque hubiera muerto en forma
trágica; sino porque sufrió un infarto al enterarse que su mujer, o mejor
dicho, la niña aquella que cambió por dos fanegas de maíz, estaba encinta de su
sobrino, un muchacho como ella.
Desde entonces, la madre de Calistra quedó al
margen de los vecinos, en la oscuridad de una vergüenza que su orgullo resistía
como resistían el hambre.
Entonces la niña mira las acemitas que cuelgan
del techo como racimos milagrosos, y le viene la idea de robar a Ña´Carmen; esa
misma que en muchas ocasiones le aconsejó transitar el camino del bien, como
Cristo, “para ir al paraíso en el fin de los tiempos”. Sí, robar a la mujer que
le cobija en su casa, con trabajo, comida y amor. Robar un pan para su hermano
y su madre y sacarse ese dolor de saberles hambrientos mientras ella ya comió.
Cuando la vieja salga al gallinero a buscar los huevos
para la masa, subirá al fogón y bajará una acemita. Está decidido, será rápida
y audaz. Es solo una, no podría darse cuenta y nunca más volvería a hacerlo.
En eso escucha el alboroto de las gallinas, que
aletean y cacarean mientras Ña´Carmen escudriña sus nidos y les canta un pasaje
llanero. Arrima un taburete para alcanzar las acemitas, pero apenas sus dedos pueden
rozarlas; entonces sube al fogón y alcanza una y la toma con el corazón en la
boca y el sudor bajándole por la nariz.
Mientras corre de vuelta le tiemblan las piernas
y las manos. Por una parte siente el alivio de haber visto los ojos de los
suyos cuando recibían el pan “que les mandó Ña´Carmen”, pero en el estómago se
le aglutinan el miedo y la culpa con tal intensidad que ya no sabe si es mejor
no haber comido durante todo un día o cargar con eso que tanto le pesa.
Ambas entraron al mismo tiempo a la cocina. La vieja
con una cesta llena de huevos y la niña, secándose las manos sudadas en el
delantal. Calistra petrificada, Ña´Carmen silbando una copla para romper el
silencio que se imponía sobre ellas.
Una y otra vuelven a sus oficios, en apariencia
serenas; afuera los árboles no se mueven por la ausencia de brisa, y los únicos
ruidos que se oyen adentro provienen de los utensilios con los que cocinan.
Cuando Ña´Carmen ve las huellas de unas
zapatillas pequeñas sobre las cenizas del fogón, mira al techo y comprueba que
una alcayata está vacía, tan solo un trozo de la bolsa como rastro del tirón
torpe que la niña le dio para tomar el pan.
Entonces le dice a Calistra que se acerque al fogón,
justo a su lado y le enseña cómo se coloca el papelón rayado en el baño de
maría y mientras revuelve la porción con una cuchara de palo, le habla de
tiempos remotos, de cuando los hombres andaban a caballo y las mujeres lavaban
en el río.
Calistra ve sus propias huellas sobre las cenizas
y le vienen ganas de vomitar. La vieja habla de la tarde aquella cuando Diego
Mujica encendió la planta eléctrica y algunas casas tuvieron bombillas para
iluminarse; y la niña ve las llamas que lamen la olla y piensa en el infierno a
donde irá a quemarse por haber robado un pan.
Entonces desliza una mano sobre el mesón donde
dejó el rastro y comienza a jugar con las cenizas borrando las huellas de su
pecado, y Ña´Carmen, sin mirarla, le dice que siempre es mejor ensuciarse el
cuerpo y no el alma, porque lo primero se lava con jabón, lo segundo no puede
limpiarse.
Dos lagrimones brotaron de los ojos de la niña,
no por el humo que siempre le hacía llorar, sino porque se sabía descubierta. Pensó
que quizá su destino, como el de su madre, era la vergüenza, y gimió en
silencio mientras Ña´Carmen se agachaba entregándole un pan, justo antes de
abrazarla y acariciarle el cabello con sus manos oscuras de papelón.
3 comentarios :
Que hermoso cuento, encierra uno de los valores que no debe olvidar el ser humano, su calidad humana y no ignorar la necesidad del otro. Éxitos
uff practicamente estaba hay muy bueno.
Que buen cuento, pude transporterme a ese lugar casi sentí el olor del fogón de Ña' Carmen y su papelon.
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