Por Juan Manuel Parada
Las bobinas de papel
imprenta bordean los pasillos del galpón. La oscuridad permite ver lo necesario
para andar entre las máquinas, y dos hombres enchaquetados arrastran a otro
sujeto al rincón donde está el jefe. Éste se alisa el bigote, sereno, y espera
tenerlo enfrente para tumbarlo de una patada.
Uno de los ayudantes
enciende la rotativa y de súbito el lugar se inunda con ese ruido industrial
que ahoga las voces en el aire.
–El coño de tu madre, Vacilli –masculla el tipo desde el suelo, luego que éste le golpeara el pecho con una de sus botas pulcras.
–El coño de tu madre, Vacilli –masculla el tipo desde el suelo, luego que éste le golpeara el pecho con una de sus botas pulcras.
Vacilli se quita la
chaqueta, con paciencia, y se va colocando unos guantes negros que guardaba en
su bolsillo. Sabe que la tortura cala mejor en la mente, por eso lo hace con calma,
como lo hicieron con él cuando aún era disidente y fue capturado por la
Judicial. Los hombres que le secundan levantan al detenido y le quitan toda la
ropa.
–Échenle agua y le cubren
los ojos –dice Vacilli y se frota las manos.
El hombre lucha, pero es
inútil; además está cansado por la paliza a la que fue sometido antes de
llevarlo allí.
–¿Por qué decidiste ser mi
verdugo? –le sopla Vacilli en el oído, al tiempo que le desliza una navaja sin
filo, desde el cuello hasta la pelvis.
Éste le responde algo y el
motor de la rotativa devora sus palabras. Vacilli no desea detenerse en
discusiones innecesarias; lo tortura por sadismo. Y evoca cuando los de
Inteligencia Militar les pasearon en un helicóptero y uno a uno fueron
empujando a sus compañeros al mar, atados, hasta que le tocó el turno y delató
al movimiento, comprometiéndose incluso a emboscarlos, a cambio de recompensa.
Las imágenes se le presentan con tal claridad que se avergüenza de sí. Pocas
veces rememora ese momento de quiebre; ruptura que partió en dos el devenir de
su vida. Cuando ingresó al grupo de estudiantes rebeldes estaba convencido de
su lugar en el mundo; debía luchar por un cambio, por los obreros y campesinos.
Jamás se sintió tan en paz pese a las persecuciones, la vida clandestina y las
muertes violentas. Lo que comenzó como una acción natural de la juventud, de
insurrección hacia el cosmos: repartiendo panfletos, organizando performances o recitales de poesía, poco
a poco se fue transformando en un grupo de resistencia, armado, con visión
política y la determinación de tomar el poder a la fuerza, para devolverlo al
pueblo. Eran sus días de gloria.
Vacilli saca un mechero del
bolsillo y enciende su cigarro cerca del rostro del hombre, para que éste sufra
con la llamarada que, en la oscuridad, refulge frente a la venda, anunciándole
de alguna manera que su cuerpo será lacerado. Pero ya no soporta que el hombre
siga con vida. Se guinda la chaqueta al hombro, apaga el cigarrillo contra el
suelo y deja el lugar mientras se quita los guantes para echarlos a la basura.
Detrás de sí, los dos hombres electrocutan a quien fuera su verdugo, ése que
descorrió el velo de sus mentiras y empujó a su hijo a la muerte.
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Sara abre las persianas y
la luz apagada del atardecer inunda cada rincón, borrando las sombras en las
paredes. Vista desde el sillón, a contraluz, parece el esbozo impreciso de una
silueta humana; podría ser un espectro, piensa Vacilli, y toma un trago de
whisky. Le hubiera gustado que la escena tuviera un sentido cálido, por ejemplo:
Sara saliendo de una bata suave, luego de cerrar las persianas, y él, algo
entonado por el licor y el tabaco, se desprende del pantalón, descubriéndole su
hombría. Por ahora debe conformarse con ese masaje en las sienes, una comida
ligera y aquel beso en la mejilla antes de volver a casa. Hacerlo con desprecio
o indiferencia, evitando demostrarle que le avergüenza no responderle; porque un hombre como él no evidencia sus temores,
piensa Vacilli; los aplasta. Sara nunca fue tan apasionada como a él le hubiera
gustado, pero el hecho de saberle reducido en su condición esencial de hombre,
podría empujarla a dejarlo; o, peor aún, a perderle la admiración. Su esposa,
en cambio, aborrece cada gota de su sudor. La sola idea de acostarse desnuda a
su lado le pone la piel de gallina. Vacilli lo sabe pero no le angustia, en su
lugar la condena a vivir para siempre junto a él.
–La misa es mañana a las
ocho –le increpa Sara y se sienta a su lado, con un mechón atravesándole el
rostro.
Y viaja Vacilli a la tarde
aquella, de hace más de treinta años, cuando la conoció en la reunión
clandestina que sostuvo en su residencia con los muchachos del movimiento. Sara
se les unió como artista gráfico, para ayudarle con los carteles y folletines
que difundían en la universidad. Siempre con el mechón cruzándole el rostro, y
aquella sonrisa de caño seco que le hacía verse nerviosa. Todavía no comprende
qué le ata a esta mujer, un tanto frígida y hasta torpe, cuando podría tener a
cualquiera; solo sabe que a su lado se siente anclado y seguro. Es como si
fuera el islote que lo salva del naufragio, y en ese acto silencioso se le fue
pasando el tiempo, entre huir y regresar; siempre al centro de su vientre.
–La misa es mañana a los
ocho –repite Sara, y la frase se descompone, vaciándose de contenido:
desgajada en palabras secas y silencios. Vacilli quiere creer que su hijo sigue
con vida, ignorando su lado oscuro, su pasado y su presente; intenta recrear
una realidad donde su honor está intacto: “Buenos días Señor Vacilli” y él con
aquella arrogancia de periodista honorable, de trabajador ilustre; pero los
cristales rotos de su espejismo de gloria están tirados al suelo. Desea llorar,
mas hace décadas no lo logra, para ser precisos, desde el paseo en el
helicóptero el día que se vendió, sepultando sus ideas. Decide ir a la imprenta
a vengar la tragedia de su familia; aunque muy en el fondo sabe que no se trata
de una venganza; indignación, quizá, o rabia por saberse atacado en la quimera
de su moral.
–Me encantaría acompañarte
mañana –dice Sara tras la bocanada de su cigarro, aún sabiendo que no hay
mañana.
Vacilli se calza las botas
y mete unos guantes en su chaqueta, deja el vaso sobre la repisa y sin mediar
palabras abandona el lugar, dejando a su paso la certeza de un nunca más que Sara sabe reconocer.
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