sábado, 26 de abril de 2014

RÉQUIEM PARA UNA VENGANZA

Por Juan Manuel Parada

Las bobinas de papel imprenta bordean los pasillos del galpón. La oscuridad permite ver lo necesario para andar entre las máquinas, y dos hombres enchaquetados arrastran a otro sujeto al rincón donde está el jefe. Éste se alisa el bigote, sereno, y espera tenerlo enfrente para tumbarlo de una patada.
Uno de los ayudantes enciende la rotativa y de súbito el lugar se inunda con ese ruido industrial que ahoga las voces en el aire.
–El coño de tu madre, Vacilli –masculla el tipo desde el suelo, luego que éste le golpeara el pecho con una de sus botas pulcras.
Vacilli se quita la chaqueta, con paciencia, y se va colocando unos guantes negros que guardaba en su bolsillo. Sabe que la tortura cala mejor en la mente, por eso lo hace con calma, como lo hicieron con él cuando aún era disidente y fue capturado por la Judicial. Los hombres que le secundan levantan al detenido y le quitan toda la ropa.
–Échenle agua y le cubren los ojos –dice Vacilli y se frota las manos. 
El hombre lucha, pero es inútil; además está cansado por la paliza a la que fue sometido antes de llevarlo allí.
–¿Por qué decidiste ser mi verdugo? –le sopla Vacilli en el oído, al tiempo que le desliza una navaja sin filo, desde el cuello hasta la pelvis.
Éste le responde algo y el motor de la rotativa devora sus palabras. Vacilli no desea detenerse en discusiones innecesarias; lo tortura por sadismo. Y evoca cuando los de Inteligencia Militar les pasearon en un helicóptero y uno a uno fueron empujando a sus compañeros al mar, atados, hasta que le tocó el turno y delató al movimiento, comprometiéndose incluso a emboscarlos, a cambio de recompensa. Las imágenes se le presentan con tal claridad que se avergüenza de sí. Pocas veces rememora ese momento de quiebre; ruptura que partió en dos el devenir de su vida. Cuando ingresó al grupo de estudiantes rebeldes estaba convencido de su lugar en el mundo; debía luchar por un cambio, por los obreros y campesinos. Jamás se sintió tan en paz pese a las persecuciones, la vida clandestina y las muertes violentas. Lo que comenzó como una acción natural de la juventud, de insurrección hacia el cosmos: repartiendo panfletos, organizando performances o recitales de poesía, poco a poco se fue transformando en un grupo de resistencia, armado, con visión política y la determinación de tomar el poder a la fuerza, para devolverlo al pueblo. Eran sus días de gloria.
Vacilli saca un mechero del bolsillo y enciende su cigarro cerca del rostro del hombre, para que éste sufra con la llamarada que, en la oscuridad, refulge frente a la venda, anunciándole de alguna manera que su cuerpo será lacerado. Pero ya no soporta que el hombre siga con vida. Se guinda la chaqueta al hombro, apaga el cigarrillo contra el suelo y deja el lugar mientras se quita los guantes para echarlos a la basura. Detrás de sí, los dos hombres electrocutan a quien fuera su verdugo, ése que descorrió el velo de sus mentiras y empujó a su hijo a la muerte. 

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Sara abre las persianas y la luz apagada del atardecer inunda cada rincón, borrando las sombras en las paredes. Vista desde el sillón, a contraluz, parece el esbozo impreciso de una silueta humana; podría ser un espectro, piensa Vacilli, y toma un trago de whisky. Le hubiera gustado que la escena tuviera un sentido cálido, por ejemplo: Sara saliendo de una bata suave, luego de cerrar las persianas, y él, algo entonado por el licor y el tabaco, se desprende del pantalón, descubriéndole su hombría. Por ahora debe conformarse con ese masaje en las sienes, una comida ligera y aquel beso en la mejilla antes de volver a casa. Hacerlo con desprecio o indiferencia, evitando demostrarle que le avergüenza no responderle; porque un hombre como él no evidencia sus temores, piensa Vacilli; los aplasta. Sara nunca fue tan apasionada como a él le hubiera gustado, pero el hecho de saberle reducido en su condición esencial de hombre, podría empujarla a dejarlo; o, peor aún, a perderle la admiración. Su esposa, en cambio, aborrece cada gota de su sudor. La sola idea de acostarse desnuda a su lado le pone la piel de gallina. Vacilli lo sabe pero no le angustia, en su lugar la condena a vivir para siempre junto a él.
­–La misa es mañana a las ocho –le increpa Sara y se sienta a su lado, con un mechón atravesándole el rostro.
Y viaja Vacilli a la tarde aquella, de hace más de treinta años, cuando la conoció en la reunión clandestina que sostuvo en su residencia con los muchachos del movimiento. Sara se les unió como artista gráfico, para ayudarle con los carteles y folletines que difundían en la universidad. Siempre con el mechón cruzándole el rostro, y aquella sonrisa de caño seco que le hacía verse nerviosa. Todavía no comprende qué le ata a esta mujer, un tanto frígida y hasta torpe, cuando podría tener a cualquiera; solo sabe que a su lado se siente anclado y seguro. Es como si fuera el islote que lo salva del naufragio, y en ese acto silencioso se le fue pasando el tiempo, entre huir y regresar; siempre al centro de su vientre.
­–La misa es mañana a los ocho ­–repite Sara, y la frase se descompone, vaciándose de contenido: desgajada en palabras secas y silencios. Vacilli quiere creer que su hijo sigue con vida, ignorando su lado oscuro, su pasado y su presente; intenta recrear una realidad donde su honor está intacto: “Buenos días Señor Vacilli” y él con aquella arrogancia de periodista honorable, de trabajador ilustre; pero los cristales rotos de su espejismo de gloria están tirados al suelo. Desea llorar, mas hace décadas no lo logra, para ser precisos, desde el paseo en el helicóptero el día que se vendió, sepultando sus ideas. Decide ir a la imprenta a vengar la tragedia de su familia; aunque muy en el fondo sabe que no se trata de una venganza; indignación, quizá, o rabia por saberse atacado en la quimera de su moral.
–Me encantaría acompañarte mañana –dice Sara tras la bocanada de su cigarro, aún sabiendo que no hay mañana.
Vacilli se calza las botas y mete unos guantes en su chaqueta, deja el vaso sobre la repisa y sin mediar palabras abandona el lugar, dejando a su paso la certeza de un nunca más que Sara sabe reconocer.

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