Serie de relatos en torno a la lucha campesina, por Juan M. Parada
Elías
Las ramas de plátano le golpean el
rostro y los bejucos enmarañados le van rasgando la piel. Corre en dirección al
río; si Pedraza lo cogiera ahora, le revienta la cabeza. El ladrido de los
perros, la algarabía de los hombres y el trote de los caballos le llegan a los
oídos como el clamor de su muerte, como un murmullo burlesco anunciándole el
final. Pero Elías suprime el temor con la certeza de que pronto llegará al río
y cuando alcance la orilla opuesta, nadie podrá capturarlo.
La noche anterior, sentados frente a
la batea de pescado frito que Calistra les sirvió, prometieron reunirse al otro
lado del río si se les caía el plan. Numas fue tajante cuando ordenó que
escaparan como fieras, internándose debajo de los pantanos si era preciso.
Elías se acomodaba una porción de chimó detrás de los dientes mientras le oía.
Le había costado confiar en Numas, pero a escasas horas de la rebelión era
distinto. Además, Calistra le miraba con tanta fe, que era improbable alguna traición.
La esperanza con la que Calistra miraba a Numas, hacía que Elías se
tranquilizara. De hecho, cada lugar o cosa donde ella posara sus ojos, o que
fuera mencionada por sus labios, ganaban para Elías una luz tenue, como si el
significado de siempre se llenara de matices que le
hacían lucir más vivo.
Huele a tierra húmeda y el rumor del
río bate en el aire. Los perseguidores están a doscientos metros, pero Elías
corre como si le pisaran los pies. Hace muy poco que amaneció y el sol está
replegado por la sabana, borrando cualquier relieve de la superficie. El sudor
le empapa la camisa, lo que hace más doloroso los golpes de las ramas en su
pecho.
La imagen de Calistra le inunda la
mente, la piel y los ojos. Es ella que viene por el camino del huerto, con unas
ramas de orégano en la mano. O ella que llora mientras pica cebolla y canta un
pasaje. Calistra se apropia de su plenitud. Esa mujer que le inyectó vida a los
despojos de su alma, podría ser su madre, pero es su mujer; negra de anchas
caderas y espalda erguida que le espera en su rancho después de las once.
Y recuerda la noche que le pediría
vivir juntos y se regodeaba recreando la escena: en la hamaca, envueltos en la
oscuridad del rancho, le diría, hundido en su pecho, ese pecho desnudo oloroso
a leña, que se fueran a su casa, que él cuidaría de ella y de su nieto. Cuando
cruzó la puerta de lata, encontró a la negra sentada en una banqueta con los
ojos dilatados sobre el fuego de una vela, a su lado, tendido sobre la mesa, el
cuerpo del nieto reposaba inerte. Elías quedó pasmado cuando ella se redujo a pedirle,
con toda frialdad, que le ayudara a enterrarlo; estaría mejor en el cielo que
en esos campos mezquinos.
Ahora le avergüenza haber usado esa
historia para convencer a los compañeros de sumarse a la rebelión. Recuerda los
rostros contraídos de quienes le oyeron y cómo apretaban los puños. Todo
cortero de caña, pescador o tractorista, había comido su sopa o tomado su café.
Era una mujer querida, admirada y respetada. Su sola presencia infundía paz,
pero también alegría. Por eso, cuando Elías contó de cómo murió su nieto, borró
las dudas de quienes aún no se decidían a apoyar el alzamiento. Habían
fracasado tantas veces en ocasiones pasadas y habían oído tanto del asesinato
de campesinos, que les costaba creer en la posible victoria; por eso Elías
aludía a cualquier artilugio con tal de persuadir a los compañeros.
El propio Numas se admiraba con la
historia. Desde que volviò de Europa se interesó por las luchas campesinas.
Algo leía en la prensa, de cuando en cuando, una que otra noticia aludiendo a
crímenes impunes, asaltos, invasiones frustradas… pero nada profundo, solo
esbozos de una realidad que parecía ajena. En su afán de escribir una novela
genuina, alejada de la odiosa estética urbana que había saturado la literatura,
Numas descubrió, al volver a casa, una posibilidad que según él ningún escritor
contemplaba: el hombre de campo, sus angustias y contradicciones. Se preguntaba
Numas: “¿Acaso no ama el campesino? ¿No le angustia la omnipotencia de Dios?
¿No sufre al saberse mortal?”. Y decidió escribir una novela que explorara esa
realidad, poniendo el acento en la “cosa humana”. Pero a Elías, desde esa
mañana de domingo que Zapata los presentó, tan rosadas las mejillas y suaves las
manos, le dio recelo. “Un hombre verdadero no pregunta solo para saber”, se
decía Elías, “si pregunta es para involucrarse y actuar. Saber por solo saber,
es masturbarse”, pensaba, y como Numas inquiría tanto, se le hizo más odioso.
Minutos antes de la invasión Elías miraba
la llanura cubierta de charcas. Recordó de pronto a su padre, entre lástima y
respeto. Nunca entendió cómo pudo aguantar tanto, tan sumiso, tan que se dejó
robar la vida, hasta ese último instante, cuando enfermo y jorobado, le dijeron
que se fuera a descansar y a cuidar de la familia. La brisa húmeda le corría
por el cuello y las axilas; estaba apoyado sobre el culo de la escopeta y
miraba el llano sin mirar. Su padre constituía el tejido de lo que pensaba y
sentía. Aquel padre que reía, sin embargo, que le enseñó a pescar y a leer el
clima en el canto de las guacharacas. Le recordaba, con la camisa planchada,
los pantalones caqui y el sombrero limpio, llevándolo al culto evangélico los
domingos en la mañana. Y el pastor gritando: “El reino de Dios es de los
pobres, los ricos no pasarán”. Y Elías, a punto de lanzarse contra los ricos
que le quitaron las tierras, sentía asco por ese pastor que les llenó la cabeza
de mierda. El reino era acá, en el regazo de Calistra, con gallinero y
marranos, tierras propias y maíz. Justo allí se le acercó Numas y le palmeó un
hombro, jamás sintió tanta confianza por un hombre. Quiso decírselo, pero prefirió
callar y ofrecerle chimó.
El río aparece ante él más imponente
que nunca y se zambulle. Nada por debajo del agua poco menos de un minuto y, al
salir, se deja arrastrar con la certeza de haberse librado, por ahora, de las
garras de Pedraza.
Pero no es así, nunca llegó a ver el
río más que en ese último delirio. Oye los pasos de los caballos que casi le
caen encima, y gritos, maldiciones y amenazas. Un disparo en la espalda lo
había derribado y ahora yace sobre su sangre. Abre los ojos y ve a Pedraza, con
esos bigotes espesos, mirándole desde arriba. Vuelve a cerrarlos, no por miedo,
sino queriendo llevarse una última imagen de Calistra, no de ese hombre a quien
tanto odia.
Están en la hamaca, desnudos, y ella
le acaricia el rostro con su mano olorosa a ajo. Luego, en la puerta, los
despide a él y a su nieto besándoles en la frente. Cuando los tragó la llanura,
la negra volvió a su rancho, el sol se tornó púrpura por el cielo del oeste y
el silencio de la sabana fue rasgado por un disparo que alborotó el descanso de
los animales.
Zapata
Dos niños le saludan desde el rancho
que emerge en el horizonte, de súbito, luego de recorrer un largo camino
bordeado de fincas, donde las máquinas cosechadoras parecían animales
tragándose la llanura. Numas enciende un cigarro y sigue mirando el retrovisor.
Imagina que dentro del rancho una mujer cocina sus penas para darles de comer.
Los niños siguen saludando, sonrientes, distorsionados por el vapor de la
carretera.
Conduce al botiquín de la Colombiana a
encontrarse con Zapata, a quien entrevista para investigar “en torno a las
luchas campesinas, al sicariato orquestado desde el latifundio y la toma
forzosa de tierras que llevan adelante los pobladores”, tal como había escrito
en su libreta de notas. Si Zapata sigue creciendo, se dice Numas, será el eje
de la novela. “Personaje mítico, heroico, que cuando niño fue mensajero de las
guerrillas de Gabaldón, y que sin haber pasado del quinto grado conoce de teoría
económica porque se formó con los comunistas. Sembrador de caña y conciencia.
Zapata sabe que para levantar al pueblo es necesario politizarlo, de lo
contrario serán arrastrados por el odio puro y esa emoción, sin conciencia, es
destructiva”. Así se lo había dicho en su primer encuentro y este, admirado por
su lucidez, tomaba nota, seguro de que escribiría una pieza cautivante.
Cuando venía hacia mí se veía tan
pequeño en medio de la llanura que puse en duda lo de sus luchas. Quise
detallarle el rostro pero estaba a contraluz. La camisa se le agitaba en el
cuerpo con la cadencia de una bandera. Detuvo el paso, e incrustó la mirada
donde se
funden cielo y planicie. Más tarde,
cuando me habló de la urgencia de organizar las Milicias Campesinas pa’ que no
nos jodan más, me crucé con la misma mirada con la que interrogó a la llanura
minutos antes. Allí reparé en su tamaño, alto y huesudo; el ágil movimiento de
sus manos contradecía su aparente edad. Nos citamos en el rancho de Calistra,
luego que me comentaran sobre el tal Zapata que había enfrentado a un terrateniente,
y yo, que ando tras la pista de las luchas campesinas, lo contacté para
conversar.
Ahora volvía a su encuentro y Zapata
le contaría alguna anécdota emocionante; como aquella de cuando unos
helicópteros de la Guardia Nacional le atormentaron durante meses, sobrevolando
su casa, por apoyar el movimiento rebelde que se escondía en el monte. O
aquella otra, que los divertía mucho, de cuando él y Elías organizaron a los corteros
para exigir mejor sueldo.
El caso es que pensaban emprender una
huelga la madrugada que iniciaba la zafra. Elías y Rufino se encargarían de la
adquisición de armas por si al patrón se le ocurría sofocarlos con matones. En
eso estaban la noche anterior, buscando escopetas y chopos, gasolina y machetes.
Se verían a las cuatro de la mañana, sembradío adentro, justo en el lugar donde
el capataz les daría las instrucciones. Zapata y Calistra coordinaban la
búsqueda de enlatados, harina de maíz, papelón y pescado seco. Tenían semanas
preparándose y Zapata dizque: “Estamos juntos en esto, si alguno se raja, nos
jodemos todos”. Y los compañeros atentos, con aquella convicción
endureciendo sus rostros. Al filo de las tres y cincuenta, cuando llegó,
consiguió que los hombres empinaban un cántaro de aguardiente y en sus ojos
enrojecidos la antítesis de la convicción que profirieron ayer. Quiso
persuadirlos de actuar, “porque ya basta de trabajarle a este cabrón y nuestros
carajitos muriéndose de hambre”.
A lo que uno de ellos respondió: “De
hambre se van a morí si no nos ponemos a trabajá”. Y en eso llegaba Elías, con las
armas encontradas. —Borrachos de mierda —dijo apuntando con su escopeta. Y como
todos le conocían, se escabulleron sabana adentro.
Mire, Numas, este pueblo es víctima de
la ignorancia y la sumisión; nos condenaron por tantos años que ya no somos ni
agricultores: ¡Esclavos! ¡Mano de obra! ¡Máquinas en busca de pan! Nos
convirtieron en bestias.
La carretera se extiende ante Numas,
tan larga y recta que se le figura como la historia misma de los campesinos:
inalterable, confinada a un destino que se vislumbra al final, diminuto, pero
que se aleja en la misma medida en la que se avanza hacia él. La brisa caliente
le golpea el rostro y el sudor le empapa la camisa por debajo de las axilas. La
silueta de una mujer se le dibuja en el horizonte, a orillas de la carretera,
caminando bajo un sol que evapora su figura. Numas detiene el vehículo. La
mujer, o dicho con más precisión, la niña amujerada, le mira con rostro plano,
como ausente de esperanza, alegría o sufrimiento.
—Mi hija se está muriendo —le dice,
esbozando las palabras, y aprieta a la niña contra su pecho. Numas baja del
automóvil y le abre la puerta. Hace que le indique dónde llevarla y conduce
veloz. No se le ocurre qué decir; va tan callada la mujer y sus ojos, fijos en
el horizonte, parecen ignorar todo.
—¿Y qué tiene la niña?
—Maldiojo… tiene tres días llorando.
Numas aprieta el volante para drenar
la impotencia. Imagina que a la niña la aqueja un dolor, una colitis quizás, y
le parece injusto que aún se sufra de esa manera. Cuando ella le pidió que la
dejara en la entrada de un caserío, él insistió en llevarla al médico, pero la
mujer dijo algo referente a una señora que cura el maldiojo gratis. Y como la
niña ni se
movía, se resignó ensimismado.
Así se lo contó a Zapata en el
botiquín de la Colombiana, acodado en la mesa plástica con los ojos fijos en la
botella.
—En estas tierras, la muerte de todo
el mundo lleva el nombre de Pedraza.
Mastica una rama seca y, luego de
escupir en el suelo, me dice que no se trata de una reforma, ni de plata, ni de
leyes; hay que devolverle la moral a la gente, acompañarla, porque en el campo
uno está muy solo. Cuando estábamos en plena lucha me visitaron dos tipos, que
por sus pintas eran sicarios. Pedraza mandaba a decirme que me quedara
tranquilo… y me daba veinte millones más quince hectáreas de caña.
Mírate, Numas, ingenuo, pensar que con
tu novela apoyarías a esta gente. Tan inútil es (enciende un cigarro y mira a
través de la ventana los ranchos cubiertos por el velo rojizo del atardecer)
que los poderosos a quienes pondrás en el centro de la denuncia no se verán
afectados… porque una novela es inofensiva, divertimento de ociosos. En todo
caso
lo haces por el deseo de abrirte paso,
a codazos, levantándote sobre las espaldas de este campo y sus miserias.
Admítelo, Numas (se sigue diciendo mientras empina la cerveza y Zapata lo mira
con ternura) perteneces a una clase que no aporta nada a la humanidad, esa que
peca por omisión y se arrastra por sumisión. Mientras escribes esta novela, a otras
niñas se las lleva el maldiojo y quizá un terrateniente espera a que la
termines para editarla de lujo. Admítelo, Numas… estás cultivando la desgracia
ajena.
Zapata me estrecha la mano y se
despide. A medida que avanza con la línea del horizonte crece en mí la
sensación de no haber comprendido la verdad de sus palabras, y más aún, de sus
silencios. La forma como me miró cuando ya estaba por irse, entre compasiva e
interrogante, me dejó descolocado.
Numas
Cuando Numas oyó las botas de los
militares hundiéndose en las hojas secas que cubrían el camino, sintió una
grieta en su centro. Se había alejado del grupo para contemplar la llanura
entregado a las reflexiones, y el sol, cortado a la mitad por la línea del
horizonte, extendía su sombra hasta más allá del recuerdo, donde yacen los temores.
Los compañeros se replegaron sabana adentro apenas sintieron al enemigo, tal como
Numas les indicó según los principios de la guerra asimétrica. Todos, menos
Zapata, se deslizaron en una canoa hacia las entrañas del río; pero Numas,
contradiciendo sus propias órdenes, fue capturado por no correr.
Ahora, encerrado en un calabozo, Numas
despierta de la golpiza. Las primeras luces del día se cuelan por los agujeros
del techo y se aferra a ellas como a la verdad más concreta de su vida. De no
tener esas miserias de luz, piensa, caería en un abismo absoluto y denso como el
olvido.
Porque si a algo le teme (o eso pensó
hasta ayer) es a pasar por la vida como uno más en el arroyo humano de la
historia; simple fecha de nacimiento, sin rostro ni rastro.
Zapata, quien se había trepado a un
samán, vio regresar a los militares arrastrando a Numas como a un perol. No
podía creer que lo hubieran atrapado. “Sin él se jode la lucha”, pensó. Numas se abandona a la idea de que fue un acto de
gallardía cubrir a los suyos mientras huían, pero recuerda cómo se le
agrietaron las convicciones apenas oyó a los soldados. Soltó el fusil y, con un
tropel de gemidos en la garganta, se arrodilló clavando los ojos en las botas
sucias del capitán; a las que parecía rogarles un golpe, “pero por favor me
perdonan… ya sé que estuvo mal alzar a los campesinos… me golpean y resuelto”.
Y cuando recibió la patada en el pecho, casi se sintió feliz de que no fuera un
balazo.
Ahora, tirado sobre su espalda, duda
de las convicciones que lo sostenían en la lucha por las tierras; ambiciones,
tal vez: esa necesidad de trascender, de dejar el oficio de periodista para ser
como Fabricio, como Argimiro o el Che; piensa Numas adolorido, y se da cuenta
de que quiso imitar sus vidas pretendiendo ignorar sus muertes.
En ese momento los hombres, liderados
por Zapata, planean su rescate entre tragos de aguardiente y porciones de
chimó: “Sin él se jode la lucha”,
repite Zapata y, masticando una rama
seca que cogió del matorral, les cuenta cómo Numas enfrentó a los militares,
hiriendo a varios, matando a uno, hasta que quedó sin balas y fue capturado cuando
casi le corta el cuello al capitán que los lideraba. Los hombres, emocionados
con la historia, estaban resueltos a hacer el asalto para rescatar al líder.
Nadie como ellos conocía esas sabanas, ningún militar podía moverse en la noche
como lo haría un llanero, ni navegar el río en medio de la oscuridad con la
habilidad de ellos.
En cosa de horas la historia de cómo
Numas enfrentó a los militares corrió por la llanura, creciendo de rancho en
rancho, inflamándose en sus bocas: “Numas les cortó el cuello a casi todos los
soldados”. “Llegándoles por detrás cuando menos lo esperaban”. “Se enfrentó a
una tropa tan solo con su puñal”. “Lo cogieron, cansado y herido, luego de cruzar
el río, nadando…”.
“Pero pensándolo bien (se dice Numas
comprobando con el tacto los hematomas en la cabeza, la sangre en su cara, los
labios rotos) si me sumé a esta causa fue movido por ideales. El problema (se
sigue diciendo el hombre que yace en el suelo, sudoroso y febril) es que tu
lucha estaba en el diario, con los artículos y la novela. ¿Cómo te atreviste a tomar
las armas, tú, hombre de teorías, repleto de libros? Mírate ahora, resquebrajado
y solo… porque si lo piensas bien, ellos huyeron como cobardes; en verdad les
ordenaste no combatir frente a frente, replegarse, ¡pero no dejarte solo!, a
ti, quien los visibilizó con los reportajes y luego organizándolos en milicias.
Qué ingenuo, Numas, si querías trascender era mejor la novela; con ella, aunque
hubieras revelado los asesinatos de campesinos, no tendrías ningún problema. Ya
sabes que en ese pacto con el lector, hasta lo cruel se hace bello; incluso, la
misma élite que atacas hoy te llevaría en sus hombros, porque una novela es inofensiva,
Numas, es masturbación estética. Un fusil, en cambio, desafía sus bolsillos.
(Se arquea y vomita. Está tembloroso, demasiados golpes en la cabeza y el
estómago). No, Numas, otra vez equivocado. Coger el fusil fue correcto ¿acaso
olvidas la miseria que viste cuando los entrevistabas? ¿Y la muerte de Elías,
en la primera invasión? ¿Podía una novela redimirlos? ¿Y quién me redime a mí?
¡Tú mismo! Cuando vengan a interrogarte les escupirás el rostro y no dirás una
palabra. Tu camino a la redención es que antes de ser fusilado puedas mirar a
sus ojos, orgulloso, porque no vendiste a nadie. Morirás limpio, y aquel arrebato
de miedo que presenciaron los militares se esfumará en sus cigarros”.
Numas sigue vomitando y oye unas
pisadas cerca del calabozo. Vienen por él, y aunque conoce los mecanismos de
los que se valen para obtener información, se pone en pie y alza el rostro.
Cuando abren el portal la luz abarca cada rincón. Ve una silueta humana
recortada bajo el dintel, flanqueada por otros hombres a los que tampoco se les
distingue más allá del uniforme. Imagina que lo llevarán en un helicóptero y lo
arrojarán al mar, luego de clavarle alfileres bajo las uñas o atenazar sus
tetillas; aún así no hablará. Sabe que mientras más intensa sea la tortura más
inmaculada será su muerte. Pero otra vez el vómito le hace arquearse y esta vez
descubre, gracias a la luz, sangre. Recuerda las súplicas de la noche anterior
cuando pedía con los ojos que lo golpearan, y se siente tan asqueado que desea
un balazo ya. Pero el milico se da la vuelta y cierra el portal tras de sí,
negándole también ese derecho.
Numas se desploma y, arropado por la
penumbra, se desangra poco a poco. Sueña una y otra vez con su propio
fusilamiento y con un interrogatorio donde le cortan la lengua porque no delata
a nadie; pero en los segundos de lucidez se descubre muriendo como un cobarde, sin
derecho a redimirse, pasando al olvido como uno más en el arroyo infeliz de la
historia, como el tal Numas que tuvo miedo. Desde el momento en que el capitán
decidió no torturarlo, dejándolo morir de muerte, pasó al estado donde se
rebasa el dolor físico del martirio y se ingresa al dolor moral. El final se le
viene encima y tiene la certeza de una vida plana, cuyo único relieve fue el
temor que lo doblegó la tarde que lo agarraron. Mientras eso reflexiona, el
capitán juega cartas con los soldados y Zapata planifica un rescate peligroso
que no llega a concretar.
Pero en cada persona que escuchó la
historia de aquel hombre y su cuchillo, del tal Numas que enfrentó a los
militares cuando nadie se atrevía, germina el mito del héroe, del mártir que
seguirá inspirándoles la lucha.
Calistra
Había tanto calor que el techo de zinc
crujía como si lloviera. Más allá de la ventana, la noche cobija todo. Calistra
cierra la Biblia y recogiendo su larga melena se recuesta a descansar.
Temprano, cuando vio pasar los
camiones repletos de militares, se le derramó la sal. Quizá venían por ella, la
única que se opuso a abandonar su parcela, pero siguieron de largo y con ellos
su sospecha. La cobija ya está mojada y Calistra se despierta. También la bata está
húmeda y su cuello sofocado. Afina la vista y, a través de la ventana, busca la
montaña que se impone más allá. Se persigna varias veces murmurando
bendiciones. Le había prometido a Josué, su hijo, que esperaría por él, aquella
noche cuando apareció con la pierna ensangrentada. Estaba tan barbudo y flaco
que Calistra se asustó antes de reconocerlo. Llovía recio, apenas le conoció
por esa mirada suya, filosa, la misma que se había apagado en el rostro de su
nieto cuando lo cegó la muerte. Apenas hablaron en una hora, suficiente para
consolarse con la pérdida del niño. Aún así debía huir. “Haga lo suyo que yo lo
espero”, y encomendándolo a Dios le vio desaparecer bajo el aguacero, el último
que recuerda haya mojado estas tierras.
El día anterior vio desfilar familias
que vendieron sus conucos. Caminaban encorvados, como si llevaran a cuestas la
tragedia del verano. El calor los emborronaba en la línea del horizonte. En
doce años no vio una sabana tan seca; los únicos espacios que verdean por la
zona pertenecen a finqueros. A ellos vendieron todo, pero Calistra se niega, jamás
huiría otra vez… y viene a su mente el recuerdo de cuando huyó de aquel rancho
de la mano de su madre: No hubo tiempo de salvar nada, ni siquiera a sus
hermanos que dormían en la troja. El fuego fue tan de pronto que apenas pudo
salir. La imagen de su mamá batiéndose contra el piso mientras ardía la guadua,
se le clavó en la memoria. Al tercer día de caminar, subiendo montañas,
cruzando caños, llegaron a un caserío donde empezaron de nuevo… y de nuevo se
marcharon para volverse a marchar; siempre huyendo, siempre andando. Calistra recuerda
cómo el rostro de su madre se surcaba en cada huida.
Ella lo sabe, van por ellos, sobre
todo por Josué, revoltoso y altanero, desde aquella madrugada en la que con
ella y Zapata incendiaran los potreros de la finca de Pedraza: Se venían
organizando para enfrentar al patrón y recuperar las tierras que antes fueran
de sus padres. Pero estaban tan rabiosos y sin armas que en cosa de horas los
sofocaron. Muchos murieron en la carrera, pero ellos huyeron en su canoa, silenciosos,
rasgando la oscuridad del río. Calistra no quitaba la vista de las manos de
Josué, quien apretaba los dedos como empuñando una rabia; la misma que días después
llevaría en la mirada cuando se fue a combatir con los hombres de Argimiro.
—Vaya con Dios, mijo —le dijo Calistra
en la puerta del rancho cuando ya Josué se iba. Yo le cuidaré al muchacho —y
dibujó una cruz en el aire murmurando una oración.
Oye la voz de su madre aconsejándole
irse, pero Calistra no huye, ya no volvería a huir. A veinte metros de la
corteza agrietada abunda el agua en sus tierras, y cuando vuelva Josué
cultivarán el conuco con ajíes y cebollas; las aves regresarán y de nuevo las gallinas,
los marranos y los perros. Las muertes de Elías y el nieto no podían ser en
vano, abandonar la parcela era matarlos de nuevo; si sus cuerpos se hicieron
abono para este campo reseco, ella lo haría también.
Cierra los ojos Calistra y vuelve
sobre ella misma bañándose en la quebrada. Su mamá lava la ropa encorvada en
una piedra, y ella brilla bajo la luz, mojada, temblando de frío cuando la
brisa de la montaña desciende y arrasa todo, alzando por los aires las sábanas
blancas. Calistra intenta ayudar a su madre, pero está petrificada. Camisas, medias
y paños se levantan por los aires, los pájaros huyen, el cielo baja. Ya no hay
madre de Calistra, quedó sola ahí en el caño, con un frío tan intenso que le
arruga los deditos.
Cuando oyó el sonido de las ramas
secas crujiendo bajo las botas vino a Calistra el recuerdo de la sal que
derramó y el camión de militares. Se sienta a orilla del catre y vuelve a coger
la Biblia: “Él te librará del lazo del cazador...”. Mira las montañas
a través de la ventana. “No temerás espanto nocturno…”. El crujir de las ramas
es más nítido y cercano. “Ni pestilencia que acecha en la oscuridad…”. Una bola
de fuego atraviesa la ventana. “Caerán a tu lado mil…”. El rancho de guaduas arde
“... mas a ti no alcanzará...”. Calistra vuelve a acostarse abrazando al nieto
y a Elías.
Rufino
Apenas Carmen le dijo al oído que
había llegado Pedraza, al negro Rufino le viene a la mente la sentencia de su
esposa. Se le enchumban las axilas de puro miedo. No tanto de que lo maten,
sino eso de morir sabiendo que pronto sería padre. Sorbe la cerveza de un solo
trago y busca en la mirada de Carmen una señal para huir: alguna puerta trasera,
una ventana al costado; pero ella le mira con lástima, como se mira a un
enfermo. Si le ayudara a escapar se lo cobrarían caro, y eso Rufino lo sabe.
Por eso su esposa lloró cuando le
contó lo de la revuelta con los corteros de caña: Era viernes por la noche y el
sudor de los jornaleros se había secado en sus ropas. Hacía tres semanas que no
cobraban y el patrón pasaba de un lado a otro, gritando. Los corteros esperaban
en cuclillas, mascando chimó, con la barbilla apoyada en el mango de sus
machetes. La brisa caliente se confundía con el humo de los camiones, que salían
al central, repletos de caña recién cortada. Nadie hablaba, pero en todos era común
el rencor y la impotencia. De súbito, el negro Rufino gritó: “Le corto el
cuello si no nos paga”, y entró a la oficina del jefe, respirando como fiera.
Detrás de él se fue el resto, y el patrón, arrodillado, accedió a pagar la
deuda mientras chupaba sus mocos.
“Esa gente no perdona”, gemía ella en
su regazo; y a él le parecía absurdo que mereciera perdón.
El botiquín está repleto de hombres
que recién salen de sus trabajos; algunos abandonados a la música ranchera,
otros jugando dados. Pedraza ha tomado mesa con los dos tipos que le acompañan,
y todos saben a qué ha venido.
Rufino, recostado en la barra,
continúa su cerveza como burlando a la muerte, con esa postura arrogante que
tanto enardece a Pedraza. Carmen sube el volumen al equipo de sonido y los
hombres alzan sus vasos, aplauden, silban, se abrazan.
—¡Anda Rufino, corre! —le dice Carmen,
señalándole la puerta que lleva al cañaveral.
El negro se lanza sabana adentro,
corriendo agachado, con los brazos en el rostro para evitar el golpe de las
hojas secas. Cuando oyó los gritos de Pedraza y sus matones, decidió parar y
acostarse en una zanja, como esos animales que se camuflan en la naturaleza logrando
engañar al depredador. Toma aire y se relaja, sabe que si se confunde con la
tierra seca, como un montón de terrones, su buscador seguirá de largo,
inyectado de odio, con la figura de su cadáver en los párpados. Cierra los ojos
y ve a Rosario, su niña muerta. No entiende por qué de ella tan solo guarda esa
fea imagen: acostada en la mesa de la cocina, con los ojos abiertos por unos
fósforos, o en la caja de guadua que el compadre le hizo para el entierro.
Rufino intenta recordar la sonrisa de Rosario, su mirada viva, pero no. Hasta
aquella imagen de ella guindada en la teta de su mamá, mientras lo veía a él,
se había borrado desde que el maldiojo se la llevó.
El jadeo de Pedraza se oye cerca y lo
imagina empuñando el arma, temeroso pero altivo, motivado por la rabia que le provoca
la humillación infringida por Rufino; a él, dueño de las tierras, los ríos, la
vida y la muerte. En eso recuerda a Zapata, aquel que de cuando en cuando se
reunía con los jornaleros para hablarles de injusticias; el mismo que, según se
dice, estaba organizando otro movimiento armado para lanzarse contra el patrón.
Le viene a la mente porque una vez, en el botiquín de la Colombiana, Zapata le
dijo:
—En este monte, toda tragedia se llama
Pedraza. La muerte de tu Rosario, la del nieto de Calistra... toda desgracia es
él; la sequía, el miedo, acá lo malo lleva su nombre. Mi muerte, la muerte de
la tierra y la de todos, están inscritas en él.
En eso se levanta y de perseguido se
hace perseguidor. Sabe que ese jadeo ronco es del hombre que mató a su hija. “No
te rindas, Cruz Pedraza”, se dice Rufino con la noche entera desbordándole los
ojos, “búscame en el pajonal, detrás de una piedra, en las zanjas de riego”. Se
desliza como un puma; la sombra de su presa atraviesa la línea de caña que
tiene enfrente y podría jurar que le vio rezando. El cuerpo de Rufino se hace
elástico y silencioso, su corazón se detiene y le brinca encima como una fiera;
incluso le muerde el cuello desgajándole un pedazo. Pedraza cae boca abajo,
Rufino le toma por el cabello y golpea su rostro en el suelo. Cuando logró
quitarle la escopeta, se levantó y le dio chance para que hiciera lo mismo; no
lo mataría de esa manera, quería verle los ojos antes de apretar el gatillo y
hacerle entender que estaba vengando a Elías, a Rosario y a Calistra. El rostro
de su esposa se repliega en su mente. Prefiere dejarla sola pero libre de
Pedraza. Fue lo último que pensó, luego que una detonación le alcanzara por la espalda.
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