A este pueblo, en el que nunca
sucede nada, llegó un locutor a quien nadie vio jamás, salvo su jefe y los
funcionarios de la policía que lo encontraron meses después. Su programa
musical era de cuatro a seis de la tarde y tenía la voz tan hermosa que las mujeres
se sentaban a suspirar abrazadas a sus radios. Entre canción y canción, el
hombre comentaba asuntos relacionados al amor y la vida, y su voz se trepaba
por los muslos de las oyentes con esa audacia que tienen las voces cálidas para
subir por territorios prohibidos.
Un día otro locutor anunció que su
colega, el de cuatro a seis de la tarde, había muerto en condiciones extrañas
que no podía detallar. Algunas mujeres, las más jóvenes, lloraron desconsoladas
por varias horas; pero otras, la mayoría, sintieron un perverso alivio de saber
que no fue de ellas, pero no sería de nadie.
Por Juan Manuel Parada
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