sábado, 10 de enero de 2015

DICTADURA SILENCIOSA

Por Juan Manuel Parada
Había gobernado el país durante décadas sin decir un discurso emotivo, tan sin quiera un saludo discreto; su voz era un misterio para el pueblo. Seguía en el poder gracias a eso que los dictadores llaman: Orden civil. 
Era un país silencioso, cabizbajo, demasiado gris para ser del Caribe. Los decretos donde se prohibían reuniones políticas, mítines y arengas, eran difundidos en periódicos a blanco y negro; y las misas católicas oficiadas en latín. No había salsa ni merengue, solo Brahms, Vivaldi, Beethoven. Digamos que vivían en paz. 
Pero un día un grupo de jóvenes tomó la plaza mayor para entonar consignas libertarias. “No hay nada que los fusiles no callen”, celebró el dictador, luego de reprimirlos, tras el humo de su pipa. 
Mantuvo el poder, pero cada palabra insurgente, soltada esa tarde por la muchedumbre, se hizo un rumor que creció con avidez; luego versos, canto y graffitis; voces insurgentes que llegaban a oídos del tirano en sus formas más cortantes. Vivió atormentado muchísimos años, hasta que murió de sordera, ahogado en el abismo de su propio silencio.

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