Por Juan Manuel Parada
Había gobernado el país durante
décadas sin decir un discurso emotivo, tan sin quiera un saludo discreto; su
voz era un misterio para el pueblo. Seguía en el poder gracias a eso que los
dictadores llaman: Orden civil.
Era un país silencioso,
cabizbajo, demasiado gris para ser del Caribe. Los decretos donde se prohibían
reuniones políticas, mítines y arengas, eran difundidos en periódicos a blanco
y negro; y las misas católicas oficiadas en latín. No había salsa ni merengue,
solo Brahms, Vivaldi, Beethoven. Digamos que vivían en paz.
Pero un día un grupo de jóvenes
tomó la plaza mayor para entonar consignas libertarias. “No hay nada que los
fusiles no callen”, celebró el dictador, luego de reprimirlos, tras el humo de
su pipa.
Mantuvo
el poder, pero cada palabra insurgente, soltada esa tarde por la muchedumbre,
se hizo un rumor que creció con avidez; luego versos, canto y graffitis; voces
insurgentes que llegaban a oídos del tirano en sus formas más cortantes. Vivió
atormentado muchísimos años, hasta que murió de sordera, ahogado en el abismo
de su propio silencio.
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