Por Juan Manuel Parada
El
locutor lo dijo de esta manera:
Ciudadanos, me complace informarles que, a partir
de hoy, este país es feliz.
El
millonario no podía creerlo, era imposible en este país. Tenía el ceño tan
fruncido que a los treinta años anidaba un sin fin de arrugas por donde fluían
sus rabias.
Pero
mayor fue su asombro en el desayuno: su esposa vestía una camisón que
transparentaba su pezones, erguidos y contentos. Era una invitación infame que
no toleraba, menos a esa hora de la mañana. La mujer le sonrió con picardía,
como cuando eran jóvenes y hacían el amor una vez cada semana. El millonario se
levantó asqueado, indignado por el exceso de felicidad que la mujer le profesó
y se fue a la oficina vociferándole insultos.
TU PAÍS
ESTÁ FELIZ decía una valla enorme a la salida de la urbanización y el hombre se
redujo en el asiento cuando vio que la gente caminaba serena, cruzándose
saludos y hasta sonrisas, como disfrutando el ardiente sol que les consumía el
rostro.
Twitter,
Facebook, Prensa, Radio; todos a una sola voz decretaban la felicidad del país
y el hombre ya imaginaba a los empleados sonrientes, los cobradores amenos y la
ciudad colorida.
-Buenos
días Señor Aristimuños -se atrevió a decirle el portero del edificio.
-¿Cómo
amaneció? -le susurró la recepcionista.
-Jefecito
¿un café? –le emplazó una mujer a quien nunca había mirado.
Tras la
puerta asegurada de su oficina, sudoroso y abrumado, decidió bajar las persianas
para que no entrara la luz. Lamentó no tener ningún vicio para calmar la
ansiedad, pues el cigarro y el ron le parecían bochornosos. Desde las oficinas
contiguas le llegaba un rumor de frases sonoras, silbantes, y le temblaron las
manos, se masticaba los dientes, se enrojecieron sus ojos.
Cuando
el avión se levantaba para dejar el país, el hombre veía por la ventana las
rancherías miserables y las calles angostas a las que no volvería mientras
existieran bailes y perdones. Se arrellanó junto a su esposa en el sillón de la
primera clase. Suspiró y cerró los ojos, pero no pudo dormir en el trayecto de
nueve horas imaginando que su mujer esbozaba una sonrisa. Y así, cada vez que
el joven millonario se despertaba angustiado a verla, se sentía aliviado, casi
feliz, confirmando la tristeza que marchitaba su rostro.
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