domingo, 1 de marzo de 2015

TU PAÍS ESTÁ FELIZ

Por Juan Manuel Parada
El locutor lo dijo de esta manera:
Ciudadanos, me complace informarles que, a partir de hoy, este país es feliz.
El millonario no podía creerlo, era imposible en este país. Tenía el ceño tan fruncido que a los treinta años anidaba un sin fin de arrugas por donde fluían sus rabias.
Pero mayor fue su asombro en el desayuno: su esposa vestía una camisón que transparentaba su pezones, erguidos y contentos. Era una invitación infame que no toleraba, menos a esa hora de la mañana. La mujer le sonrió con picardía, como cuando eran jóvenes y hacían el amor una vez cada semana. El millonario se levantó asqueado, indignado por el exceso de felicidad que la mujer le profesó y se fue a la oficina vociferándole insultos.
TU PAÍS ESTÁ FELIZ decía una valla enorme a la salida de la urbanización y el hombre se redujo en el asiento cuando vio que la gente caminaba serena, cruzándose saludos y hasta sonrisas, como disfrutando el ardiente sol que les consumía el rostro.
Twitter, Facebook, Prensa, Radio; todos a una sola voz decretaban la felicidad del país y el hombre ya imaginaba a los empleados sonrientes, los cobradores amenos y la ciudad colorida.
-Buenos días Señor Aristimuños -se atrevió a decirle el portero del edificio.
-¿Cómo amaneció? -le susurró la recepcionista.
-Jefecito ¿un café? –le emplazó una mujer a quien nunca había mirado.
Tras la puerta asegurada de su oficina, sudoroso y abrumado, decidió bajar las persianas para que no entrara la luz. Lamentó no tener ningún vicio para calmar la ansiedad, pues el cigarro y el ron le parecían bochornosos. Desde las oficinas contiguas le llegaba un rumor de frases sonoras, silbantes, y le temblaron las manos, se masticaba los dientes, se enrojecieron sus ojos.
Cuando el avión se levantaba para dejar el país, el hombre veía por la ventana las rancherías miserables y las calles angostas a las que no volvería mientras existieran bailes y perdones. Se arrellanó junto a su esposa en el sillón de la primera clase. Suspiró y cerró los ojos, pero no pudo dormir en el trayecto de nueve horas imaginando que su mujer esbozaba una sonrisa. Y así, cada vez que el joven millonario se despertaba angustiado a verla, se sentía aliviado, casi feliz, confirmando la tristeza que marchitaba su rostro.

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